Durante muchísimo tiempo se creyó que la peste provenía de la ira divina; Dios era el causante de las desgracias y de estos momentos de extremo dolor. Guillaume de Machaut atestigua esta visión de la siguiente manera:
Cuando Dios en su morada vio la corrupción del mundo, hizo salir a la Muerte de su jaula, llena de locura y de rabia, sin freno, sin bridas, sin discernimiento, sin fe, sin amor, sin medida, tan altiva y orgullosa, tan ávida y hambrienta que nada de lo que engullía conseguía hacerla saciarse. Recorrió todo el mundo matando y destrozando los corazones de todos los que encontraba.
Para la sociedad de la época no quedaba otro remedio que implorar piedad a la Divinidad, para que así en un acto de piedad, cesara los sufrimientos. Pero, hacia el siglo XIV de nuestra era, médicos de París intentaron ir más allá de los rezos y basándose en un pasaje de la Biblia intentaron contrarrestar la epidemia.
Desde luego existían serias limitantes en aquella época (fue hasta el siglo XIX cuando se tuvo el conocimiento de que las pulgas de las ratas transmitían la enfermedad), sin embargo, a pesar de la insuficiencia de conocimientos acerca de la peste, sí se tenía la intuición que la enfermedad era producto de contagio. Se suponía que la peste era una materia venenosa, originada por las exhalaciones de materias orgánicas en descomposición, que flotaba en el aire y entraba en el cuerpo de las personas al respirar o por los poros de la piel. El autor de un Tratado de epidemia, suponía que incluso la peste se podía contagiar mediante la mirada.
Frente a la amenaza de contagio la recomendación más practicada era la de alejarse lo más posible del foco de infección o por lo menos tener bien ventilado el hogar abriendo las ventanas a los vientos del norte (los del sur se creía que portaban la enfermedad); el médico catalán Jacme d´Agramont aconsejó que de ser necesario, la gente se refugiara bajo la tierra o en su defecto buscar zonas altas para escapar a la enfermedad. Como se creía que el aire corrupto generaba mal olor, solía perfumarse el aire con esencias.
En aquel entonces cuando se ignoraba el origen de la enfermedad, lo más recomendable entonces era la prevención. Cuando se tenía noticia de un brote cercano a una población se tenía la obligación de endurecer las medidas de higiene y limpieza. Se prohibía la entrada a los infectados y se realizaban visitas a las casas del poblado para verificar que no existieran infectados. La desobediencia de estas medidas estaban penadas con la muerte.
Si la enfermedad lograba penetrar en una población, los médicos entraban en acción y hacían uso de procedimientos de efectividad incierta o contraproducente. Desde la ingesta de medicamentos simples y compuestos hasta la solución propuesta por George Thompson, que aconsejaba matar un sapo, colgarlo de una pierna para secarlo y después molerlo, ya que "la presencia de este animal odioso y terrorífico aniquila completamente la imagen del veneno pestilente".
Uno de los tratamientos en los que más se confiaba eran las sudoraciones prolongadas. Sin embargo, hoy se sabe que este tipo de sudoraciones tan prolongadas (24 horas) no propiciaban ningún beneficio, y lo que sí hacía era una deshidratación general, alteración de la concentración de electrolitos en la sangre y en casos extremos, alteraciones del ritmo cardíaco.
Otro de los tratamientos más practicados eran las sangrías como medida preventiva de refuerzo, absolutamente imprescindible si aparecía un bubón, pues se consideraba a la sangre como portadora de la vida, y cualquier alteración de ésta tenía afectos funestos, esta práctica era común en los siglos XV-XVII.
También se consideraba imprescindible la extirpación del bubón para salvar la vida del infectado; pero al ser increíblemente doloroso al tacto, la simple idea de la extirpación causaba pánico en el paciente. El escritor inglés, Daniel Defoe retrató esta situación de la manera siguiente:
Cuando los bubones endurecían y no reventaban, se hacían tan dolorosos que eran como el más refinado de los tormentos; y algunos, no pudiendo soportar estos, se arrojaban por la ventana, o se pegaban un tiro o se daban muerte a sí mismo de algún otro modo. Otros, incapaces de contenerse, desahogaban su dolor lanzando incesantes lamentos y se oían gemidos sonoros y lastimeros mientras se andaba por las calles. Cuando estos bubones se endurecían se aplicaban fortísimos emplastos o cataplasmas para hacerlos reventar, y en caso de no conseguirlo, lo abrían o sajaban de una manera terrible y los cirujanos los quemaban con ayuda de cáusticos, de modo que muchos murieron rabiando como locos por el dolor, y otros, durante la misma operación.
Hacia el año 1720, cincuenta años después de la peste que asoló Londres, la enfermedad llegó a Marsella y causó aproximadamente 100 mil muertes; se volvió a evitar el aliento del semejante, a comer bien, a tomar tazas con té en ayunas, y a rezarle a Dios. Por fortuna esta fue la última gran epidemia que azotó a Europa.
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Anexo: Cronología de la Peste:
- 542- El Imperio Bizantino es asolado por la llamada plaga de Justiniano, una epidemia de peste bubónica de gran virulencia
- 1348- Se desata la epidemia de peste negra más devastadora de la historia. Se ceba en la población europea, que es reducida casi a la mitad.
- 1629-Se desata la gran plaga de Milán, una epidemia de peste que afecta el centro y norte de Italia. Mueren unas 280 mil personas.
- 1665-En Londres brota una epidemia de peste que mata a la quinta parte de la población, más de cien mil personas.
- 1720- En Marsella se produce el último gran brote de peste en Europa. La epidemia la trae un barco procedente del Mediterráneo Oriental.
FUENTE: REVISTA HISTORIA. NATIONAL GEOGRAPHIC #149
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