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lunes, 20 de noviembre de 2017

Castillo de Calahorra

En la carretera que va desde Granada hasta el puerto de Almería, cerca de Guadix, en la falda de la Sierra Nevada, el pequeño pueblo minero de La Calahorra esconde una de las construcciones más bellas del Renacimiento en España, el castillo fue construido en su feudo, en 1510, por orden de Rodrigo de Mendoza, primer marqués de Zanete.

Hijo ilegitimo del gran cardenal Mendoza, arzobispo de Toledo, que tanto hizo para llevar al trono a Isabel de Castilla, rodrigo de Mendoza recibió de su padre las tierras de Zanete y de la reina el título de marqués; recompensa de la soberana por su brillante comportamiento en la guerra de Granada, en la que ganó a los musulmanes el último reino en la península ibérica. Vivió después en Italia, dónde fue acogido en Roma por el Papa Alejandro VI Borgia, muy amigo de su padre, que le propuso que tomara en matrimonio a su hija Lucrecia. Aunque los pasquines pronto empezaron a satirizar sobre la boda entre el hijo de un cardenal y la hija del papa, el matrimonio no llegó a buen puerto y rodrigo regresó a España.

En ese tiempo pasado en Italia se había prendado del arte renacentista que iba cambiando la cara de las ciudades italianas, y se llevó consigo al arquitecto genovés Michele Carlone, al cual encargo la construcción de un castillo cerca de La Calahorra, sin pensar que en aquella lejana localidad remota ni él ni sus descendientes pondrían nunca un pie.

Carlone creó una obra maestra para el frustrado yerno del papa: el exterior es típico de una fortaleza española del siglo XV, gracias a sus imponentes muros y macizas torres angulares, el interior es un palacio de purísimo estilo renacentista, con portalones y balaustradas exquisitamente cinceladas en mármol de Carrara. Aparte, quizá, del castillo de Vélez Blanco, construido en el mismo periodo por un arquitecto español para el marqués de Vélez. La Calahorra fue el primer ejemplo del nuevo gusto renacentista nacido en España.

Fue construido en 1509 y 1512 sobre los restos de una anterior fortaleza árabe. Su importancia artística-arquitectónica es una de las más considerables, simbolizando el abandono de los cánones medievales en favor de los renacentistas, si bien en el exterior no puede adivinarse nada de todo ello. Los muros son altos e imponentes, recorridos por extrañas tríadas de ventanas en cada lado que realmente no aportan gran luminosidad al interior. Sorprenden, eso si, las torres de los cuatro ángulos: grandes y cilíndricas, con ronda escarpada en la base, culminadas por semitorres cerradas por cúpulas semiesféricas (una rareza en el arte castellano) que recuerdan garitas de siglos futuros. Estás disminuyen la rudeza de la fortaleza y dan un cierto aspecto de elegante sobriedad al conjunto enrojecido por el polvo procedente de las minas de Alquife, el interior, en cambio, es como estar en otro mundo, representado por un elaborado patio renacentista de arcos dobles sobre pilastras, techos artesonados, candelabros, inscripciones latinas, escudos heráldicos y una escalera historiada realizada en mármol de Carrara. Una novedad absoluta. Entre los motivos decorativos aparece decoración grutesca y temas mitológicos inspirados en el gusto del primer renacimiento.

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