Como todos los soberanos de la Europa medieval, reyes por la gracia de Dios, Carlos IV de Luxemburgo, rey de Bohemia y Emperador del Sacro Imperio Romano, era un gran coleccionista de reliquias: sagrados restos que propiciaban el favor del cielo, celosamente custodiadas y guardadas en resplandecientes relicarios antropomorfos, obras maestras de las orfebrería y de la joyería. Para custodiar mejor aquel tesoro espiritual no tenía además un gran valor de mercado, se quiso construir un castillo adecuado, una indestructible caja fuerte de piedra levantada sobre un montículo inexpugnable rodeado de barrancos a una treintena de kilómetros de la capital Praga. La primera piedra, bendecida por el arzobispo Arnost de Pardubice (participación eclesiástica poco habitual dirigida a sacralizar un edificio militar destinado a ser escenario de santa memoria) fue puesta el 10 de junio de 1348 y los trabajos, bajo la dirección del arquitecto francés Hathieu d'Arres y del bohemio Peter Parles terminaron en 1367, aunque ya en 1355 el rey Carlos podía alojarse en él. El rey, pero no la reina, ya que el destino religioso del castillo de daba, de hecho, un destino casi monacal, y a las mujeres les estaba prohibido pasar la noche, por ello para su consorte, el rey Carlos IV hizo construir, no lejos de Earls'tein, otro castillo llamado Karlík, destinado éste a los placeres de la vida conyugal y cortesana. Karlštejn, al que el rey y emperador hizo transportar incluso las joyas imperiales (que también tenía una aureola sacra, y cada año eran transportadas a Praga durante el aniversario de la coronación, para mostrarlos a los súbditos), fue confiado a uno de los brugrave asistido por veintidós caballero y veinte vasallos. Diez de estos debían permanecer de guardia, día y noche, vigilando la torre, y a cada hora debían gritar en voz clara y firme para intimidar a los posibles malhechores escondidos en los bosques que rodeaban el castillo "¡Fuera de aquí, fuera de estos muros, no te acerques si no quieres morir!". Las preciosas reliquias estaban cerradas en el lugar más inaccesible del castillo, la capilla de la Santa Cruz, situada en la torre y protegida por cuatro puertas de hierro cada una de las cuales estaba provista de diecinueve cerraduras. A defender las riquezas también ayudaba una serie de hileras de santos pintados por el pintor de la corte Maestro Theoderik. Aquí solo los arzobispos podían celebrar misa y el mismo rey solo podía entrar con los pies descalzos. "En el mundo no existe ninguna otra capilla tan bella", escribió con orgullo el cronista de Carlos IV. . Pero el hijo y sucesor de este. Wenceslao IV, fue el último soberano que residió en el castillo, que los rebeldes husitas asediaron en vano durante 24 semanas en 1422. Las joyas imperiales fueron transportadas a Núremberg, y las de la corona bohemia y el archivo del reino salieron para Praga en 1619. Después fue el turno de las reliquias, y el castillo, venido a menos, fue asignado a la reina, pero sirvió de almacén para el grano, hasta que el 1886 fue completamente restaurado por el arquitecto Josef Mocker que le dio sus aspecto actual.
La planta es curiosamente alargada y el recorrido obligatoriamente ascendente correspondía al deseo de simular el ascenso celeste, atravesando el Vorsila-Turm, el patio de Burgrave, la torre del Agua y el palacio Imperial. Una escalera exterior conducía a la sala de los Vasallos. En el piso superior se encuentran las instancias imperiales, con la capilla con el tríptico de la Virgen con el niño. En tiempos este piso incluía también un salón dónde el desconocido Maestro de árbol genealógico pintó en el siglo XIV una serie de retratos célebres de los abuelos de Carlos IV, que se han perdido. En el tercer piso se hallan otros aposentos y en una de las habitaciones destaca todavía el díptico de Tomasso de Modena. En la torre de María está oculta la iglesia del mismo nombre con los techos y las paredes completamente cubiertos de frescos atribuidos a Nikolaus Wurmser, y también la sorprendente Capilla de Santa Catalina con piedras preciosas y semipreciosas incrustadas en las paredes, dónde Carlos solía meditar y tomar decisiones políticas. Un puente levadizo permitía acceder a la torre Grande de 37 metros de altura y paredes de seis metros de anchura. En ésta se halla una de las más espectaculares estancias de Europa, sólo comparable a la capilla Scorvegni de Giotto, que forma parte del conjunto museístico del Museo Cívico de Padua.
Se trata de la capilla de la Santa Cruz, dónde tras pasar con cuatro puertas de diecinueve cerraduras se encontraban los tesoros del imperio. La bóveda gótica de la capilla fue completamente recubierta de estucos decorados con cristales venecianos que representan el sol, la luna y las estrellas. La franja interior de las paredes fue enlosada a base de estucos dorados en los que fueron engastadas miles de piedras, y sobre ellos aparecen 129 espléndidas tablas góticas pintadas por el maestro Teodórico (siglo XIV), que representan al ejército celeste y que en tiempos estaban iluminadas por 1300 velas.
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