Buscar este blog

domingo, 30 de julio de 2017

CALÍGULA: EL EMPERADOR SANGUINARIO


Cayo Julio César Augusto Germánico nació en Antium hacia el 31 de agosto del año 12 de nuestra era, justamente durante el mandato del primer emperador romano, Augusto, su bisabuelo. A Germánico, su padre, le gustaba desfilar ante sus tropas con su hijo menor, Cayo César, en sus brazos y vestido con uniforme completo. Los soldados le bautizarían como Caligula (diminutivo de caligae: las sandalias de los soldados romanos), un apodo que le acompañaría para siempre. 

Fue hasta el 18 de marzo del año 37, a los 25 años, cuando Caligula ocupó el Palatino y respondió con creces a las expectativas que Roma había puesto en él. Frente a las masacres de Tiberio, el joven emperador abolió las purgas por conspiración y liberó a los presos políticos. La tacañería de su antecesor fue sustituida por una generosa política de subvenciones y recorte de impuestos. Las cuentas del Imperio se mostraron en público como en los tiempos de Augusto y en el circo albergó nuevamente espectáculos. 

La bonanza duró solamente seis meses, pues en Octubre de 37 Caligula cayó presa de una extraña enfermedad. Los historiadores de la época no parcos en detalles acerca de qué pudo suceder. Se limitan a recordar que el emperador padecía epilepsia. Desde ese entonces ya no fue el mismo: emergió como un hombre desconfiado, cruel y sádico. Caligula empezó a imponer leyes absurdas y re-instauró los procesos por conspiración. Nadie podía pararle, era el emperador y gozaba de poder absoluto. Roma quedó presa de sus designios. 

Para acabar con la vida de aquellos a los que odiaba o contemplaba como posibles conspiradores, improvisaba leyes a toda velocidad. Por ejemplo, un ciudadano podía ser detenido sólo por no haberle oído: "jurar por la gloria del emperador". Senadores y ciudadanos ilustres acabaron condenados a trabajar en las minas o en las calzadas, y en el peor de los casos, a muerte. 

Estaba profundamente preocupado por su apariencia y no dudó en dictar leyes que aliviaran sus complejos. Era alto, desgarbado, con el cuerpo cubierto de vello y con un claro de calvicie en su coronilla. Nadie podía jamás ver esa parcela calva: mirarle por encima de la cabeza estaba penado con la ejecución. Además, en sus arrebatos de envidia hacía afeitar la cabellera a cuanto joven de buen parecer y abundante cabello encontrase por las calles. Una palabra estaba prohibida durante su mandato: cabra, quien la pronunciase estaba destinado a morir. Dicho animal le recordaba mucho a sí mismo: peludo y con piernas delgadas. 

Su exagerada afición por los espectáculos circenses, sus fastuosos banquetes en los que ingería perlas disueltas en vinagre, la construcción de un barco de recreo con joyas incrustadas. El dispendio de la casa imperial era enorme, y en tan solo un año de gobierno dilapidó el tesoro público. Es por ello que Caligula creó algunos nuevos impuestos, como el que debían pagar las prostitutas. 

La apoteosis de su extravagancia llegó cuando se hizo nombrar dios. Mandó erigir un templo y en él se situó una estatua de oro a su imagen, que cada día era vestida con una réplica de sus ropas. Sus impulsos sexuales siempre eran satisfechos. Si veía alguna mujer por la calle y se encaprichaba de ella, le ordenaba ir a su palacio. Si en algún banquete sentía deseos por la esposa de algún invitado, la hacía pasar a alguna habitación trasera. Si la experiencia no le resultaba placentera, obligaba al marido a divorciarse de ella. Tampoco los hombres quedaban a salvo de su lujuria: tenía como amante al famoso actor Mnéster. Cada vez que terminaba una representación, Caligula salía disparado de su asiento hacia el escenario y le propinaba encendidos besos ante la incrédula mirada de los espectadores. 

En el año 38 se casó con el amor de su vida, su hermana Drusila. La ceremonia se celebró según el rito faraónico. Ella moriría poco después y fue elevado al rango de diosa. El rumor que corrió por Roma es que Drusila se encontraba embarazada al momento de morir, así que Caligula, ansioso por ver a su hijo, le abrió el vientre y le extrajo el feto. 

Hacia el año 41, Roma dijo basta ante tanta arbitrariedad, en plena celebración de los Juegos Palatinos, una conjura de pretorianos acabó con su vida. Según Suetonio, el primer soldado que le hundió la espada e dijo "Recibe lo acordado". El resto hundieron sus espadas al grito de Repete Ictum, una expresión que el propio Caligula había lanzado miles de veces a los gladiadores del circo: golpea de nuevo. Para borrar su estirpe, su esposa Cesonia y su hija también fueron asesinadas. 




0 comentarios:

Publicar un comentario