La llegada de Maximiliano de Habsburgo como Emperador de México trajo consigo una serie de obras arquitectónicas que aún hoy permanecen, tales como el Paseo de la Reforma.
Cuando le ofrecieron el trono de México tenía treinta años, era romántico, muy elegante, aficionado a la historia, el arte y las antigüedades y, de pensamiento liberal. Esta personalidad lo llevó a conformar un proyecto para la nación que imaginaba emocionado y que desde antes de su llegada ya consideraba suya. Creyente de que el pueblo de México clamaba por su presencia, en su mente ilusa e imaginativa creó un país y una ciudad que no correspondían a la realidad. Su proyecto se apoyaba de manera primordial en la historia. Comenzó por legitimar su imperio sustentándolo en la herencia virreinal, ya que la mayoría de los soberanos reinantes habían sido de la dinastía de los Habsburgo a la que él pertenecía.
En esa mentalidad el antiguo Palacio Real convertido en Palacio Nacional tras la Independencia era un sitio fundamental como centro del poder imperial. El viejo palacio, que antes había sido la casa del emperador Moctezuma, de los virreyes y los presidentes, y sede del máximo poder político, a su llegada se hallaban en un estado deplorable. Los conflictivos años transcurridos a partir de que lo ocupó Guadalupe Victoria, el primer presidente del México independiente, con las constantes pugnas entre liberales y conservadores y las intervenciones extranjeras, sólo habían permitido un precario mantenimiento. Muy alejadas se encontraban las instalaciones de lo que la pareja imperial estaba acostumbrada a habitar. Se le sugirió alojarse provisionalmente en la Villa de Buenavista (hoy Museo de San Carlos), hermoso palacio construido por Manuel Tolsá, situado en la cercana calzada de Tlacopan. El novel emperador se negó rotundamente; conociendo el simbolismo político e histórico que guardaba el Palacio Nacional: era esencial estar ahí.
En junio de 1864 un numeroso grupo de operarios: (albañiles, pintores, canteros, carpinteros y tapiceros) trabajaban aceleradamente para acondicionar las habitaciones destinadas a la pareja imperial. La condesa Paola Kollonitz, dama de honor de Carlota, escribió el libro Un viaje a México en 1864 en donde platica las experiencias que vivió durante los seis meses que permaneció en México. De las habitaciones que fueron acondicionadas para recibir a Maximiliano y Carlota, dice:
Antes de la llegada de sus majestades fuimos a visitar los departamentos imperiales que a toda prisa habían preparado. Eran augustos y de incómoda disposición. A pesar de que la simplicidad reinaba en todo, el emperador podía sin escrúpulos mudar las cosas del modo que mejor le conviniera... En México no saben aprovechar los materiales que en abundancia ofrece el país y con los cuales la solidez y esplendidez se lograrían generosamente... En todos lados se usan los productos de Europa y a precio de oro traen de más allá de los mares las telas y los muebles... Debido a esto el departamento de la emperatriz parecía, más que el de una residencia, el departamento de un hotel europeo.
Pero a su llegada a Palacio ya con el título de emperador, Maximiliano I de México no se quejó tanto de la disposición de las habitaciones, pues dormía en un catre de tijera, sino del ruido que desde temprana hora reinaba en los alrededores del palacio. En el breve lapso que vivió la pareja en el recinto antes de mudarse al Castillo de Chapultepec, el emperador solicitó cambiar su catre de campaña a distintos sitios del edificio, sin que lograra encontrar alguno que fuera conveniente a su costumbre de acostarse temprano y levantarse a las cuatro de la mañana.
En muchos de los proyectos arquitectónicos y urbanos que emprendió Maximiliano tuvo que ver el arquitecto Lorenzo de la Hidalga. Nacido en España se formó en la Real Academia de Arte de San Fernando y llegó a México en 1833. Se casó con una joven perteneciente a una de las familias de más abolengo de la ciudad: Ana García Icazbalceta, hermana del afamado historiador, lo que además de su talento le ayudó a abrir puertas y se estrenó diseñando el Ciprés de la Catedral. Se volvió uno de los arquitectos preferidos de Santa Anna, quien le encargó el teatro que habría de llevar su nombre, mismo que se cambió a la caída del dictador a Teatro Nacional.
También tenía el encargo de realizar un monumento a la Independencia en el centro de la Plaza Mayor. Sólo alcanzó a construir el zócalo o basamento, en donde se plantaría la columna. Así permaneció varios años, lo que llevó a que la población bautizara la plaza como El Zócalo. Éste fue uno de los proyectos que retomó Maximiliano, como parte de la remodelación integral de la gran plaza, el cual le encargó al arquitecto Ramón Rodríguez Arangoity. El elemento principal lo constituía la columna monumental del proyecto original del arquitecto de De la Hidalga, a la que él mismo le realizó ciertas modificaciones. La columna estaría rodeada con esculturas de los héroes de la Independencia, coronada con una gran figura alada y como remate un águila imperial, rompiendo una cadena y remontando el vuelo.
Al estar ausente de la ciudad, el emperador le encargó a la emperatriz Carlota que a su nombre inaugurara oficialmente la construcción del monumento. La ceremonia se efectuó el 16 de septiembre de 1864, aprovechando el aniversario del inicio del movimiento independentista. El acto se realizó con gran solemnidad: la emperatriz se dirigió al centro del Zócalo para colocar la primera piedra del monumento y, como sucedió en los tiempos de Santa Anna, éste nuevamente quedó inconcluso.
De la Hidalga le presentó al emperador un ambicioso proyecto para modificar de manera radical el aspecto del palacio, en el que prevalecería el estilo neoclásico. Éste fue muy discutido por los otros arquitectos que trabajaban en el recinto y finalmente no se realizó. Uno de los que lo objetaban era Ramón Agea, profesor de la Academia de San Carlos, quien logró realizar la novedosa escalera de ministerios, conocida actualmente como Escalera de la Emperatriz. El arquitecto y su hermano Juan utilizaron un sistema conocido como “trabacorte”, que consiste en empotrar los escalones al muro de un extremo, mientras que el otro se apoya libremente en el siguiente. Eso da el efecto de que la escalera está suspendida.
Cuentan las crónicas que al verla por vez primera, la emperatriz Carlota sintió temor de bajar por ella, pensando que se desplomaría. Para tranquilizarla, los hermanos Agea hicieron bajar un batallón de infantería, mientras ellos permanecían debajo con miembros de su familia.
Otras obras de trascendencia que han perdurado fueron las múltiples adaptaciones que realizó Maximiliano en el interior de Palacio durante su corta gestión. José Luis Blasio, quien fue su secretario particular, además de uno de los pocos mexicanos que formaban parte de su séquito, se convirtió en su biógrafo y escribió un libro denominado Maximiliano íntimo, en el cual narra con detalle los diversos trabajos que se emprendieron en ese periodo; entre otros menciona:
...en la época a que me refiero, llamábase pomposamente Palacio Imperial de México. Maximiliano hizo que se transformara casi radicalmente su interior. El ala derecha del edificio, es decir desde la puerta principal hasta el baluarte del norte... Fue el emperador quien dispuso que todos los salones que formaban parte del frente de la fachada se convirtieran en un solo inmenso salón que se llamó De Embajadores, pues quedó destinado para las recepciones de los plenipotenciarios extranjeros, para los grandes bailes y para las fiestas de la corte... Un día que Su Majestad visitaba las obras de palacio, vio por las roturas del cielo raso que las vigas eran de cedro. Mandó quitar el cielo raso y ordenó que se barnizaran y doraran las vigas; se descubrió la hermosa piedra labrada con que están construidas las columnas y los arcos del gran patio principal. Se reformó el pavimento de este patio y se arregló el comedor, la capilla y varios salones del piso alto. El bajo se destinó para bodegas, caballerizas y cocheras; destinándose una especial para la regia carroza de oro y seda ...
Para decorar esos vastos salones, Maximiliano mandó pintar una serie de retratos a los artistas de la Academia de San Carlos, con los que rendiría homenaje tanto a héroes conservadores como liberales. En su afán de armonizar incluyó a Iturbide, como parte de los héroes que habían logrado la Independencia. En su proyecto pictórico no olvidaba a los virreyes que pertenecieron a la rama dinástica de sus parientes los Habsburgo y desde luego varios de él mismo y de la emperatriz Carlota, algunos de grandes dimensiones. Uno de sus favoritos era el que realizó Jean Adolphe Beauce, en que el emperador aparece montado en un brioso caballo blanco, portando el uniforme de un general del ejército mexicano y rodeado de gente del pueblo que, arrodillados junto a un nopal, lo ven pasar con admiración.
El tiempo no le alcanzó para ver concluido el ambicioso proyecto; sin embargo, sí alcanzaron a realizarse varios retratos que aún podemos ver en Palacio Nacional y otros en el Museo Nacional de Historia, que se encuentra en el Castillo de Chapultepec. Algunos son de muy buena factura, como los que pintó Petronilo Monroy, de Morelos y de Iturbide, el de Miguel Hidalgo, obra de Joaquín Ramírez, y el de Vicente Guerrero, de Ramón Sagredo.
En 1780 el virrey Matías Gálvez inició la construcción de una residencia en la cumbre del cerro de Chapultepec, que posteriormente se convertiría en Colegio Militar. Durante la invasión estadounidense de 1847 fue uno de los últimos baluartes que resistieron en la Ciudad de México. Posteriormente, en 1864, el emperador Maximiliano y su esposa la emperatriz Carlota decidieron establecer ahí su residencia oficial, cautivados por las hermosas vistas del Valle de México que se apreciaban desde el lugar. El emperador contrató a varios arquitectos europeos y mexicanos, entre ellos Julius Hofmann, Carl Gangolf Kayser, Carlos Schaffer, Eleuterio Méndez y Ramón Rodríguez Arangoity, para realizar varios proyectos inspirados en el estilo neoclásico que contrastaran con el resto del castillo, que tiene una arquitectura barroca.
Aficionado a la jardinería, Maximiliano contrató al botánico Wilhelm Knechtel para crear un jardín en la azotea del edificio. Para decorar el castillo, la pareja imperial mandó traer de Europa mobiliario, arte y otros finos artículos, muchos de los cuales continúan en exhibición hasta el día de hoy. Para comunicar el Castillo de Chapultepec con el centro de la ciudad, ordenó la construcción de un bulevar al estilo de los parisinos y lo bautizó como Paseo de la Emperatriz, en honor a Carlota.
Tras el fusilamiento del emperador y la restauración de la República en 1867 por Benito Juárez y el final de la Guerra de Reforma, el bulevar fue rebautizado como Paseo de la Reforma. Con el transcurso de los años el castillo fue la habitación de los presidentes de México, hasta que en 1940 Lázaro Cárdenas lo donó a la nación, para convertirlo en el Museo Nacional de Historia.
Otro proyecto que Maximiliano había fraguado, desde que cruzaba el Atlántico a bordo del Novara, era el establecimiento de los Museos Imperiales. Al establecerse en la que llamó su “patria adoptiva”, este interés tomó cuerpo y decidió crear un gran museo retomando la idea del Museo Público de Historia Natural, Arqueología e Historia que había formado el presidente Guadalupe Victoria, cuyos acervos estaban embodegados en la Universidad. Éstos se enriquecerían con objetos de colecciones europeas del propio emperador, quien las donaría para tal fin.
Decidió establecerlo en el edificio que había albergado la Casa de Moneda, adjunto al Palacio Imperial, con la idea de que ambos recintos conformaran un vasto espacio artístico, que incluiría los salones de palacio que mostraban los retratos que había mandado realizar a la Academia de San Carlos.
La labor no era tan simple, ya que los objetos estaban amontonados en salones de la Universidad sin ningún orden ni clasificación. La faena requirió un presupuesto mayor que el que había autorizado el emperador y el trabajo fue enorme, ya que se comenzó por mandar a hacer doscientas ocho cajas de madera, que serían utilizadas como contenedores. Se requirió la compra de papel para envolver los objetos y una máquina de poleas para mover los grandes monolitos y esculturas. Por su parte, los encargados del acervo ponían trabas y entorpecían los trabajos.
Finalmente, el 6 de julio de 1866, el museo se inauguró en una ceremonia simbólica que presidieron Maximiliano y Carlota, ya que la mayoría de las colecciones aún permanecían en las cajas. El acta fue suscrita por personajes notables de la cultura como Joaquín García Icazbalceta, José María Lacunza, Manuel Orozco y Berra, Leopoldo Río de la Loza y Francisco Pimentel, entre otros.
Maximiliano no llegó a ver su anhelo concluido pero dejó las bases para que al paso de los años el museo se convirtiera en lo que podemos llamar la madre de los museos, ya que de ahí salieron las colecciones para formar el Museo de Historia Natural, el de Historia en Chapultepec, el del Virreinato y el grandioso Museo Nacional de Antropología.
Nos cuenta Hugo Arciniega Ávila, en su ensayo “La galería de las Sibilas”, que ante su inminente salida de México, Maximiliano declaró: “Deseamos que ellos (los objetos) queden como un recuerdo perpetuo del afecto que hemos tenido y que conservamos inalterable al pueblo mexicano”.
Este sentimiento que expresó el emperador con seguridad era cierto. Realmente él trató de ponerse un “alma mexicana”, de entender al pueblo, sus necesidades, sus anhelos, tanto, que su actitud, más cercana a las ideas liberales, decepcionó a los conservadores que le habían traído y apoyado, así como a los franceses que vieron perdido su intento de gobernar a México y abandonaron al joven emperador a su suerte.
Maximiliano no gobernó con los intereses de Francia; él se veía a sí mismo como una figura de integración nacional. Sin duda buscó la justicia y el bienestar para todas las clases sociales. No hay que olvidar que una de sus primeras acciones como emperador fue restringir las horas de trabajo y abolir el trabajo de los menores. Canceló todas las deudas de los campesinos que excedían los diez pesos, restauró la propiedad común y prohibió todas las formas de castigo corporal. Rompió con el monopolio de las tiendas de hacienda y decretó que la fuerza obrera no podía ser comprada o vendida por el precio de su decreto. Todos estos actos motivaron reacciones de enojo entre las clases pudientes que vieron afectados sus intereses.
Aunque el efímero Segundo Imperio no es un recuerdo grato para los mexicanos, es justo reconocer los hechos y obras que fueron positivas para la nación. Particularmente la Ciudad de México lo tiene que recordar con reconocimiento porque le dejó un gran museo, obras de arte, un palacio de gobierno embellecido, el Castillo de Chapultepec y el trazo de la avenida más hermosa que tenemos: el Paseo de la Reforma.
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