- Leyendas y Divinización
En la altiplanicie llamada Takama ga hara, hogar de los dioses celestiales sintoístas, Amaterasu, la diosa del Sol perdió hace mucho tiempo una espada sagrada. Su hermano Susanoo, más tarde, mató a una mitológica serpiente de ocho colas y encontró en una de ellas -otras fuentes hablan de su vientre- esa misma espada. No tardó mucho en devolvérsela. Ella, tras guardarla de nuevo, convino luego en entregársela a su nieto Ninigi, junto a una joya y un espejo que bajaron a Ashiwara No Naka tsu kuni, una región central entre el cielo y el infierno, para pacificar esas tierras y tomar posesión de ese territorio, acompañado de otras deidades.
Mucho después, si hacemos caso al Kojiki (la cosmogonía, seguramente, más antigua sobre la fundación japonesa data del siglo VIII), sus sucesores fundaron en esa región la dinastía imperial de Japón. Aunque esa definitiva lagazón entre dioses y hombres se engarzó en otra crónica fabulosa del siglo VIII llamada Nihongi, dónde hábilmente se reforzó el poder político primigenio e imperial basándose en la divinización de la historia. Un ejemplo fidedigno de esta mistificación entre lo ficticio y lo real lo podemos leer en Heike Monogatari, uno de los pilares de la literatura japonesa y poema épica datada del siglo XIII. En esta trágica epopeya donde la espada sagrada donada por Amaterasu se dice que permaneció en el Palacio Imperial hasta el reinado del noveno emperador Kaika (posiblemente, otra figura legendaria) y que, por avatares del destino, esa arma se glorificó aún más en las manos del príncipe Yamato Takeru, al repeler un ataque contra su persona de numerosos bandidos y con un tajo segar todas las hierbas a su alrededor. Por tal hazaña se le dio a esa espada el nombre de Kasunagi "la segadora de hierba". Pues bien, durante el climax de la batalla naval de Dan-No-Ura (abril de 1185, Guerra Genpei), hecho ya histórico y documentado donde el clan de los Heike fue totalmente derrotado por los Genji, la espada Kusanagi se perdió en el mas para siempre y no volvió "nunca jamás al mundo de los hombres", al igual que el emperador niño Antoku, ahogado a su vez por su abuela en el suicidio colectivo de su clan al perder la batalla y que exclamaba y engañaba llorosa antes de arrojarse a las profundidades "¡Os quiero llevar a un bonito lugar llamado el Paraíso de la Tierra Pura!". Algunos sabios dijeron con posterioridad que la reencarnación de la antigua serpiente se hundió también ese día en la frágil figura de Antoku.
- Tronos y Conductas
En los albores de los primeros asentamientos, ese mundo humano y central japonés originado por los dioses tenía necesidad de conectar con esas deidades de alguna manera y sentirse partícipe de la gracia divina en la tierra. No es de extrañar que ese flamante chamanismo, muy habituales en sociedad primitivas de todo el mundo, fluyera más tarde y muy convenientemente hacia la dirección de la máxima figura terrenal e intermediario con los poderes celestiales: el emperador. Otra posibilidad interesante y posterior apunta al propio desarrollo agrícola y a la capacidad de almacenar o controlar esos cereales como los vectores principales de la génesis de estos ookimi (gran señor) o proveedores que, desde su preeminencia gemela (culto y alimentaria) proporcionarían la necesaria seguridad. No olvidemos que los focos principales del poder político japonés se desarrollaron, con la debida importancia de los factores geográficos, en las llanuras productivas de Kinki (Nara, Osaka, Kioto), y posteriormente, de la más extensa de Kanto (Kamura, Edo).
Aunque el emperador Akahito, desciende de una larga línea de antecesores, es comúnmente aceptado que los primeros emperadores no tienen mucha credibilidad histórica y que, además, haya existido una ruptura de la rama principal. Lo importante es constatar la estrecha conexión creada entre los dioses y sus representantes en la tierra, desde esos tiempos pretéritos, a través de la Historia y la Religión. El culto imperial fue fundamental para la vigilancia de este gran señor en la mentalidad japonesa y su supervivencia política tras la imposición del sogunato Kamakura (1192). Antes, las importaciones culturales de china de los siglos VII y VIII -escritura, arquitectura, leyes, calendario, budismo- marcaron el devenir del tennô o soberano celestial junto a su pueblo estructurado en castas.
Esa inviolabilidad de su persona no impidió, en cambio, las luchas seculares entre los miembros de la nobleza hereditaria que se disputaron durante siglos el poder efectivo en Japón, relegando al emperador del Crisantemo (emblema imperial) a una figura muy respetada, aunque carente de influencia política, hecho que solo cambiaría tras la Meiji Ishin o Restauración Meiji (1868) y el posterior militarismo japonés (Hiroito, Tojo) detenidos tras la Segunda Guerra Mundial. Es sintomática la enorme fuerza espiritual y colectiva de esta figura en este pueblo japonés que, con su "exigida" intervención en la radio para anunciar la rendición (1945) provocó el cese de las hostilidades y la conformidad de casi toda la comunidad.
Esta reacción incontestable y unificación espiritual vine dirigida por una de las variantes del gimu u obligatoriedad, vista en este caso como la fidelidad al emperador. En efecto, el pueblo japonés estaba instruido en respetar a esta figura sagrada a través del chu (deber hacía el emperador). Este precepto como virtud suprema y bien absoluto lo tenían determinado en sus conciencias. Eran y son unos patrones que permean toda la historia y la cultura japonesa hasta nuestros días. Ese mismo chu es el que fue reconocido durante muchos siglos los mismos japoneses hacia el shôgun perpetuado (mezcla de general y dictador) que conquistó el poder a finales del siglo XII.
Esa inviolabilidad de su persona no impidió, en cambio, las luchas seculares entre los miembros de la nobleza hereditaria que se disputaron durante siglos el poder efectivo en Japón, relegando al emperador del Crisantemo (emblema imperial) a una figura muy respetada, aunque carente de influencia política, hecho que solo cambiaría tras la Meiji Ishin o Restauración Meiji (1868) y el posterior militarismo japonés (Hiroito, Tojo) detenidos tras la Segunda Guerra Mundial. Es sintomática la enorme fuerza espiritual y colectiva de esta figura en este pueblo japonés que, con su "exigida" intervención en la radio para anunciar la rendición (1945) provocó el cese de las hostilidades y la conformidad de casi toda la comunidad.
Esta reacción incontestable y unificación espiritual vine dirigida por una de las variantes del gimu u obligatoriedad, vista en este caso como la fidelidad al emperador. En efecto, el pueblo japonés estaba instruido en respetar a esta figura sagrada a través del chu (deber hacía el emperador). Este precepto como virtud suprema y bien absoluto lo tenían determinado en sus conciencias. Eran y son unos patrones que permean toda la historia y la cultura japonesa hasta nuestros días. Ese mismo chu es el que fue reconocido durante muchos siglos los mismos japoneses hacia el shôgun perpetuado (mezcla de general y dictador) que conquistó el poder a finales del siglo XII.
0 comentarios:
Publicar un comentario